viernes, 18 de septiembre de 2009

Rita - Mel


Rita salió de su casa pasadas las diez. La noche parecía más oscura que otras veces. Rita pensó que tal vez esa oscuridad se debiera a la pronta llegada del invierno. La noche era seca y ventosa. Raro para Buenos Aires, siempre tan húmeda.
El cabello de Rita era un fuego incontrolable, que se avivaba con el viento citadino. El camino de su departamento al trabajo lo recorría noche a noche, hubiera podido hacerlo a ciegas. Pero hoy caminaba más lento: el dolor del costado no la dejaba andar más rápido. La hepatitis, que había padecido dos años antes, no la había dejado del todo bien. Claro que este mediodía no había comido muy sano: los 29 de cada mes, en el bar de Lalo, sólo se podían comer esas “bolitas de harina y papa” que nunca le habían gustado demasiado
Dobló la última esquina y entró por la puerta pequeña: la grande e iluminada era para los clientes, no para las bailarinas. Se dirigió a lo que llamaban “camarín”, aunque en realidad era un cuarto pequeño, con una sucia lámpara colgada del techo descascarado, una sillita a un costado y un espejo aún más sucio que la lámpara, que apenas si dejaba entrever su cuerpo. Tiró el bolso de cuero rojo sobre la silla. Ese bolso la acompañaba desde hacía varios años: lo había comprado poco antes de venir a Buenos Aires, en la feria artesanal que se armaba en la plaza de su pueblo. Y el bolso era una típica artesanía que los chivilcoyanos vendían a los pocos turistas.
Se desvistió, se puso su escasa ropa de bailarina, pensó en nada y salió a bailar al pequeño escenario, para un montón de hombres, para quienes no significaba nada más que un buen cuerpo contorneándose al compás de una música, que tampoco les importaba nada. Y por qué ella habría de importarles, si Lucas, que la conocía desde pequeña tampoco se interesaba como antes en ella. Ya deberían haberse casado, y sin embargo él prefirió quedarse y ser un chivilcoyano más y no viajar a Buenos Aires junto con ella "para pelear juntos el futuro".
Terminó su número. Luego vendría otro, y más tarde otro más, y después por fin de vuelta al ambiente y medio en el que vivía.
Cuando salió ya no estaba tan oscuro. Se acordó de que en el bolso de cuero rojo todavía estaban las líneas que Lucas religiosamente cada miércoles le enviaba. Para qué leerlas una vez más, nunca decían que en realidad él no venía a la ciudad porque compartía su tiempo con alguna otra pueblerina, que también eligió la frustración.
Rita tomó el sobre de Lucas, lo rompió en dos partes y lo tiró, por primera vez sin leer.
Rita no se dio cuenta de que volvía automáticamente a su casa, ni que su pelo seguía avivándose con el viento, ni que todavía le dolía el costado. Sí se dio cuenta de la lágrima contenida en un ojo, entonces impidió que se cayera, y siguió camino al ambiente y medio que constituía su casa, aunque esto a nadie le importara.

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