sábado, 30 de abril de 2011

Antes del fin (fragmento) - Ernesto Sábato

A medida que nos acercamos a la muerte, también nos inclinamos hacia la tierra. Pero no a la tierra en general sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo pero tan querido, tan añorado pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia. Y porque allí dio comienzo el duro aprendizaje, permanece amparado en la memoria. Melancólicamente rememoro ese universo remoto y lejano, ahora condensado en un rostro, en una humilde plaza, en una calle.
Siempre he añorado los ritos de mi niñez con sus Reyes Magos que ya no existen más. Ahora, hasta en los países tropicales, los reemplazan con esos pobres diablos disfrazados de Santa Claus, con pieles polares, sus barbas largas y blancas, como la nieve de donde simulan que vienen. No, estoy hablando de los Reyes Magos que en mi infancia, en mi pueblo de campo' venían misteriosamente cuando ya todos los chiquitos estábamos dormidos, para dejarnos en nuestros zapatos algo muy deseado; también en las familias pobres, en que apenas dejaban un juguete de lata, o unos pocos caramelos, o alguna tijerita de juguete para que una nena pudiera imitar a su madre costurera, cortando vestiditos para una muñeca de trapo.
Hoy a esos Reyes Magos les pediría sólo una cosa: que me volvieran a ese tiempo en que creía en ellos, a esa remota infancia, hace mil años, cuando me dormía anhelando su llegada en los milagrosos camellos, capaces de atravesar muros y hasta de pasar por las hendiduras de las puertas —porque así nos explicaba mamá que podían hacerlo—, silenciosos y llenos de amor. Esos seres que ansiábamos ver, tardándonos en dormir, hasta que el invencible sueño de todos los chiquitos podía más que nuestra ansiedad. Sí, querría que me devolvieran aquella espera, aquel candor. Sé que es mucho pedir, un imposible sueño, la irrecuperable magia de mi niñez con sus navidades y cumpleaños infantiles, el rumor de las chicharras en las siestas de verano. Al caer la tarde, mamá me enviaba a la casa de Misia Escolástica, la Señorita Mayor; momentos del rito de las golosinas y las galletitas Lola, a cambio del recado de siempre: «Manda decir mamá que cómo está y muchos recuerdos». Cosas así, no grandes, sino pequeñas y modestísimas cosas.
Sí, querría que me devolvieran a esa época cuando los cuentos comenzaban «Había una vez...» y, con la fe absoluta de los niños, uno era inmediatamente elevado a una misteriosa realidad. O aquel conmovedor ritual, cuando llegaba la visita de los grandes circos que ocupaban la Plaza España y con silencio contemplábamos los actos de magia, y el número del domador que se encerraba con su león en una jaula ubicada a lo largo del picadero. Y el clown, Scarpini y Bertoldito, que gustaba de los papeles trágicos, hasta que una noche, cuando interpretaba Espectros, se envenenó en escena mientras el público inocentemente aplaudía. Al levantar el telón lo encontraron muerto, y su mujer, Angelita Alarcón, gran acróbata, lloraba abrazando desconsoladamente su cuerpo.
Lo rememoro siempre que contemplo los payasos que pintó Rouault: esos pobres bufones que, al terminar su parte, en la soledad del carromato se quitan las lentejuelas y regresan a la opacidad de lo cotidiano, donde los ancianos sabemos que la vida es imperfecta, que las historias infantiles con Buenos y Malvados, Justicia e Injusticia, Verdad y Mentira, son finalmente nada más que eso: inocentes sueños. La dura realidad es una desoladora confusión de hermosos ideales y torpes realizaciones, pero siempre habrá algunos empecinados, héroes, santos y artistas, que en sus vidas y en sus obras alcanzan pedazos del Absoluto, que nos ayudan a soportar las repugnantes relatividades.
En la soledad de mi estudio contemplo el reloj que perteneció a mi padre, la vieja máquina de coser New Home de mamá, una jarrita de plata y el Colt que tenía papá siempre en su cajón, y que luego fue pasado como herencia al hermano mayor, hasta llegar a mis manos. Me siento entonces un triste testigo de la inevitable transmutación de las cosas que se revisten de una eternidad ajena a los hombres que las usaron. Cuando los sobreviven, vuelven a su inútil condición de objetos y toda la magia, todo el candor, sobrevuela como una fantasmagoría incierta ante la gravedad de lo vivido. Restos de una ilusión, sólo fragmentos de un sueño soñado.
Adolescente sin luz, tu grave pena llorás, tus sueños no volverán, corazón, tu infancia ya terminó.
La tierra de tu niñez quedó para siempre atrás sólo podés recordar, con dolor, los años de su esplendor. Polvo cubre tu cuerpo, nadie escucha tu oración, tus sueños no volverán, corazón, tu infancia ya terminó.

viernes, 29 de abril de 2011

Ausencia - Jorge Luis Borges

Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.

miércoles, 27 de abril de 2011

Para llorar - Vicente Huidobro

Es para llorar que buscamos nuestros ojos
Para sostener nuestras lágrimas allá arriba
En sus sobres nutridos de nuestros fantasmas
Es para llorar que apuntamos los fusiles sobre el día
Y sobre nuestra memoria de carne
Es para llorar que apreciamos nuestros huesos y a la muerte sentada junto a la novia
Escondemos nuestra voz de todas las noches
Porque acarreamos la desgracia
Escondemos nuestras miradas bajo las alas de las piedras
Respiramos más suavemente que el cielo en el molino
Tenemos miedo


Nuestro cuerpo cruje en el silencio
Como el esqueleto en el aniversario de su muerte
Es para llorar que buscamos palabras en el corazón
En el fondo del viento que hincha nuestro pecho
En el milagro del viento lleno de nuestras palabras


La muerte está atornillada a la vida
Los astros se alejan en el infinito y los barcos en el mar
Las voces se alejan en el aire vuelto hacia la nada
Los rostros se alejan entre los pinos de la memoria
Y cuando el vacío está vacío bajo el aspecto irreparable
El viento abre los ojos de los ciegos
Es para llorar para llorar


Nadie comprende nuestros signos y gestos de largas raíces
Nadie comprende la paloma encerrada en nuestras palabras
Paloma de nube y de noche
De nube en nube y de noche en noche
Esperamos en la puerta el regreso de un suspiro
Miramos ese hueco en el aire en que se mueven los que aún no han nacido


Ese hueco en que quedaron las miradas de los ciegos estatuarios
Es para poder llorar es para poder llorar
Porque las lagrimas deben llover sobre las mejillas de la tarde


Es para llorar que la vida es tan corta
Es para llorar que la vida es tan larga


El alma salta de nuestro cuerpo
Bebemos en la fuente que hace ver los ojos ausentes
La noche llega con sus corderos y sus selvas intraducibles
La noche llega a paso de montaña
Sobre el piano donde el árbol brota
Con sus mercancías y sus signos amargos
Con sus misterios que quisiera enterrar en el cielo
La ciudad cae en el saco de la noche
Desvestida de gloria y de prodigios
El mar abre y cierra su puerta
Es para llorar para llorar
Porque nuestras lágrimas no deben separarse del buen camino


Es para llorar que buscamos la cuna de la luz
Y la cabellera ardiente de la dicha
Es la noche de la nadadora que sabe transformarse en fantasma
Es para llorar que abandonamos los campos de las simientes
En donde el árbol viejo canta bajo la tempestad como la estatua del mañana


Es para llorar que abrimos la mente a los climas de impaciencia
Y que no apagamos el fuego del cerebro


Es para llorar que la muerte es tan rápida
Es para llorar que la muerte es tan lenta






De El ciudadano del olvido, 1941

martes, 26 de abril de 2011

El jardín de los senderos que se bifurcan (fragmento) - Jorge Luis Borges

(...) al fin, Stephen Albert me dijo:
—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
Refelxioné un momento y repuse:
—La palabra ajedrez.
—Precisamente -dijo Albert-, El jardín de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el espacio; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia:El jardín de los senderos que se bifurcan es una imágen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên.
—No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo...