viernes, 4 de septiembre de 2009

El día después- Mel


El día después se le antojó infinito,
el aire estaba cargado de inmensidad.
Salió de su cuerpo y se vio allí:
llena de gente y de soledad.
Abrazos por doquier
que sólo hicieron recordarle la pobreza de sus brazos.
Ella ya no tenía más que al viento para abrazar.
¿Y por qué no lleva luto?
decían ahora las bocas dueñas de aquellos brazos.
No era necesario, toda su alma estaba negra ahora.
La ropa nunca hubiera podido igualar la negritud de sus entrañas.
Quería gritar,
pero la eternidad se lo impedía.
Se veía vagabunda,
pero ni siquiera eso le dolía.
Se sabía sola,
pero no era eso lo que la perturbaba,
era saber que nunca más lo escucharía,
que su bendita piel ya no le pertenecía.
Sabía que caería en la nada.
Sabía exactamente cuándo sería:
la noche en que no pudiera recordar su olor ni su sonrisa.
El día antes no había sido una mentira.
Ella vivía en la esperanza de los susurros inaudibles de su moribundo hombre,
en sus huesudas manos blanquecinas,
en su mirada clara, todavía alerta a los ojos de ella.
El día después ella comenzó esta vida.
Empezó en ese mismo instante una especie de agonía:
una batalla desde el comienzo perdida,
y cayó en el laberinto de sus días.
Y hoy ella camina sola,
no tiene ningún abrazo, ningún olor, ni una sonrisa,
no cayó en la desesperación como creía.
Parece que un aliento divino la salvaguarda:
tal vez su recuerdo, tal vez su locura,
quizás la paradoja de estar muerta en esta vida,
tal vez el amor de su hombre aún toma sus manos, abraza sus días,
y ella se siente raramente protegida.

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