jueves, 22 de noviembre de 2012

La Mansa Alegría (fragmento) - Clarice Lispector

Pues la hora oscura, tal vez la más oscura, precedió a esa cosa que no quiero siquiera intentar definir. En pleno día era noche, y esa cosa que no quiero todavía intentar definir es una luz tranquila dentro de mí, y la llamarían alegría, mansa alegría. (Estoy un poco desorientada como si me hubiese sido quitado un corazón y en su lugar estuviera ahora la ausencia súbita, una ausencia casi palpable de lo que antes era un órgano bañado en la oscuridad diurna del dolor). No siento nada. Pero es lo contrario a un sopor. Es un modo más leve y más silencioso de existir.
Pero también estoy inquieta. Estaba organizada para consolarme de la angustia y del dolor. ¿Pero cómo me consuelo de la angustia y del dolor. ¿Pero cómo me consuelo de esta simple y tranquila alegría? Es que no estoy habituada a no necesitar consuelo. La palabra consuelo apareció sin que la sintiera, y no me di cuenta, y cuando fui a buscarla, ella ya se había transformado en carne y espíritu, ya no existía más como pensamiento.
Voy entonces a la ventaba, está lloviendo mucho. Por hábito estoy buscando en la lluvia lo que en otro momento me serviría de consuelo. Pero no tengo dolor para consolar.
Ah, lo sé. Ahora estoy buscando en la lluvia una alegría tan grande que se vuelva aguda, y que me ponga en contacto con una agudeza que se parezca a la agudeza del dolor. Pero la búsqueda es inútil. Estoy en la ventana y sólo ocurre esto: veo con ojos benéficos la lluvia, y la lluvia me ve de acuerdo conmigo. Estamos ocupadas ambas en fluir.
¿Cuánto me durará éste estado? Percibo que, con esta pregunta, estoy palpando mi pulso para sentir dónde estará el dolorido palpitar de antes. Y veo que no está el palpitar del dolor. Sólo esto: llueve y estoy viendo la lluvia. Qué simplicidad. Nunca pensé que el mundo y yo llegaríamos a ese punto de maduración. La lluvia cae no porque me necesite, y yo miro la lluvia no porque la necesite. Pero estamos juntas como el agua de la lluvia está ligada a la lluvia. Y no estoy agradeciendo nada. No haber tomado, apenas después de nacer, involuntaria y forzadamente el camino que tomé-y habría sido siempre lo que realmente estoy siendo: una campesina que está en un campo donde llueve. Ni siquiera agradeciendo a Dios o a la naturaleza. La lluvia tampoco agradece nada. No soy una cosa que agradece haberse transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Así como la lluvia no está agradecida por no ser piedra. Ella es una lluvia. Tal vez sea eso que podría llamarse estar vivo. No más que eso, pero eso: vivo. Y sólo vivo es una mansa alegría.

La noche - Eduardo Galeano

1
No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en la garganta.

2
Arránqueme, señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desnúdeme.

3
Yo me duermo a la orilla de una mujer: yo me duermo a la orilla de un abismo.

4
Me desprendo del abrazo, salgo a la calle.
En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna.
La luna tiene dos noches de edad.
Yo, una.

viernes, 12 de octubre de 2012

Las venas abiertas de América Latina (fragmento) - Eduardo Galeano

Túpac Amaru —¿Quiénes nos han puesto en este estado de morir tan deplorable? ¿Quiénes se chupan nuestra sangre y comen de nuestro sudor? ¡Nos tratan como a perros, nos sacan el pellejo! ¡Cortemos de una vez el mal gobierno de tanto ladrón zángano que nos roba la miel de nuestros panales! ¡Hermano: el patrón ya no comerá más de tu pobreza!

En 1780, se levantó contra todo este sistema de muerte y esclavitud, José Gabriel Condorcanqui, Tupaj Amaru, que sublevó a los indígenas desde el valle del Cusco, se sublevó junto a miles de esclavos que servían en las haciendas y en los obrajes. Era una espalda y otra espalda, y todas llenas de cicatrices. Por traición, Tupac Amaru cayó en manos de los españoles. Lo llevaron a la plaza del Cusco, le cortaron la lengua, lo amarraron de pies y manos a las cinchas de cuatro caballos.


PREGONERO —¡Se prohíbe a los indios usar sus vestidos tradicionales!… ¡Se prohíben todas las pinturas de los incas!...

Los caballos corren hacia las cuatro esquinas de la plaza. Y tiran y tiran, pero no rompen el cuerpo del indio. No pueden.


PREGONERO —¡Se prohíbe a los indios celebrar sus fiestas! ¡Se prohíbe hablar en lengua quechua! ¡Se prohíbe el sonido del pututu!


Las espuelas de los jinetes desgarran los vientres de los caballos en un gran esfuerzo. Pero no pueden, no pueden romper su cuerpo. Tupaj Amaru no se parte, no se parte nunca.


PREGONERO —¡Se ordena a los indios vestirse según la costumbre española! ¡Se ordena a las indias peinarse según la costumbre española! ¡Se ordena a los indios hablar la lengua española!


Por fin, cuando el sol se oculta por no mirarlo, cortan el cuerpo del indio en pedazos y lo degüellan como hace dos siglos a Atahualpa, su antepasado.


PREGONERO —¡Se ordena que no quede semilla de este maldito nombre de Tupaj Amaru!!

Así murió el padre de los pobres, Tupaj Amaru, por querer ver a sus hermanos indios libres de la esclavitud.

COMPADRE —Y como él, tantos otros en tantos lugares de América Latina.
VECINA —De los muertos que mataron no nos dicen nada. Y de los que murieron peleando, todavía menos.
COMPADRE —Pero los nietos de los muertos y los nietos de los que murieron peleando, están entre nosotros. 50 de cada 100 ecuatorianos, 50 de cada 100 peruanos, 60 de cada 100 bolivianos, 70 de cada 100 guatemaltecos, son indios. Son los sobrevivientes de nuestros antepasados de América. Aún son esclavos en sus tierras. Pero ya se quitaron la máscara del susto. Y con su verdadero rostro rechazan ese «encuentro de culturas», que nunca existió.

martes, 2 de octubre de 2012

La Enamorada - Alejandra Pizarnik

esta lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra alejandra no lo niegues.

hoy te miraste en el espejo 

y te fue triste estabas sola
la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió

enviarás mensajes sonreirás 

tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado

oyes la demente sirena que lo robó 

el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú

te remuerden los días 

te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!

viernes, 24 de agosto de 2012

La Biblioteca de Babel - Jorge Luis Borges

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta         letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab alterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.


miércoles, 15 de agosto de 2012

La Lluvia - Jorge L. Borges

Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

martes, 26 de junio de 2012

Gratitud - Oliverio Girondo

Gracias aroma 
azul, 
fogata 
encelo. 
Gracias pelo 
caballo 
mandarino. 
Gracias pudor 
turquesa 
embrujo 
vela, 
llamarada 
quietud 
azar 
delirio. 
Gracias a los racimos 
a la tarde, 
a la sed 
al fervor 
a las arrugas, 
al silencio 
a los senos 
a la noche, 
a la danza 
a la lumbre 
a la espesura. 
Muchas gracias al humo 
a los microbios, 
al despertar 
al cuerno 
a la belleza, 
a la esponja 
a la duda 
a la semilla 
a la sangre 
a los toros 
a la siesta. 
Gracias por la ebriedad, 
por la vagancia, 
por el aire 
la piel 
las alamedas, 
por el absurdo de hoy 
y de mañana, 
desazón 
avidez 
calma 
alegría, 
nostalgia 
desamor 
ceniza 
llanto. 
Gracias a lo que nace, 
a lo que muere, 
a las uñas 
las alas 
las hormigas, 
los reflejos 
el viento 
la rompiente, 
el olvido 
los granos 
la locura. 
Muchas gracias gusano. 
Gracias huevo. 
Gracias fango, 
sonido. 
Gracias piedra. 
Muchas gracias por todo. 
Muchas gracias. 
Oliverio Girondo, 
agradecido.

miércoles, 13 de junio de 2012

La blanca soledad - Lepoldo Lugones

Bajo la calma del sueño,

calma lunar de luminosa seda,

la noche

como si fuera

el blanco cuerpo del silencio,

dulcemente en la inmensidad se acuesta.

Y desata

su cabellera,

en prodigioso follaje de alamedas.



Nada vive sino el ojo

del reloj en la torre tétrica,

profundizando inútilmente el infinito

como un agujero abierto en la arena.

El infinito.

Rodado por las ruedas

de los relojes,

como un carro que nunca llega.


La luna cava un blanco abismo
de quietud, en cuya cuenca

las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas.

Y uno se pasma de lo próxima
que está la muerte en la blancura aquella.

De lo bello que es el mundo

poseído por la antigüedad de la luna llena.

Y el ansia tristísima de ser amado,

en el corazón doloroso tiembla.



Hay una ciudad en el aire,
una ciudad casi invisible suspensa,

cuyos vagos perfiles

sobre la clara noche transparentan,

como las rayas de agua en un pliego,

su cristalización poliédrica.

Una ciudad tan lejana,

que angustia con su absurda presencia.



¿Es una ciudad o un buque

en el que fuésemos abandonando la tierra,

callados y felices,

y con tal pureza,
que sólo nuestras almas

en la blancura plenilunar vivieran?...


Y de pronto cruza un vago

estremecimiento por la luz serena.

Las líneas se desvanecen,

la inmensidad cámbiase en blanca piedra

y sólo permanece en la noche aciaga

la certidumbre de tu ausencia.






miércoles, 16 de mayo de 2012

Aura (fragmento) - Carlos Fuentes

Tocas en vano con esa manija, esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias naturales. Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta cede al empuje levísimo, de tus dedos, y antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro, frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútilmente de retener una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado.

Cierras el zaguán detrás de ti e intentas penetrar la oscuridad de ese callejón techado -patio, porque puedes oler el musgo, la humedad de las plantas, las raíces podridas, el perfume adormecedor y espeso-. Buscas en vano una luz que te guíe. Buscas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco pero esa voz aguda y cascada te advierte desde lejos:
-No... no es necesario. Le ruego. Camine trece pasos hacia el frente y encontrará la escalera a su derecha. Suba, por favor. Son veintidós escalones. Cuéntelos.
Trece. Derecha. Veintidós.
El olor de la humedad, de las plantas podridas, te envolverá mientras marcas tus pasos, primero sobre las baldosas de piedra, enseguida sobre esa madera crujiente, fofa por la humedad y el encierro. Cuentas en voz baja hasta veintidós y te detienes, con la caja de fósforos entre las manos, el portafolio apretado contra las costillas. Tocas esa puerta que huele a pino viejo y húmedo; buscas una manija; terminas por empujar y sentir, ahora, un tapete bajo tus pies. Un tapete delgado, mal extendido, que te hará tropezar y darte cuenta de la nueva luz, grisácea y filtrada, que ilumina ciertos contornos.
-Señora -dices con una voz monótona, porque crees recordar una voz de mujer- Señora...
-Ahora a su izquierda. La primera puerta. Tenga la amabilidad.
Empujas esa puerta -ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes que todas son puertas de golpe- y las luces dispersas se trenzan en tus pestañas, como si atravesaras una tenue red de seda. Sólo tienes ojos para esos muros de reflejos desiguales, donde parpadean docenas de luces. Consigues, al cabo, definirlas como veladoras, colocadas sobre repisas y entrepaños de ubicación asimétrica. Levemente, iluminan otras luces que son corazones de plata, frascos de cristal, vidrios enmarcados, y sólo detrás de este brillo intermitente verás, al fondo, la cama y el signo de una mano que parece atraerte con su movimiento pausado.
Lograrás verla cuando des la espalda a ese firmamento de luces devotas. Tropiezas al pie de la cama; debes rodearla para acercarte a la cabecera. Allí, esa figura pequeña se pierde en la inmensidad de la cama; al extender la mano no tocas otra mano, sino la piel gruesa, afieltrada, las orejas de ese objeto que roe con un silencio tenaz y te ofrece sus ojos rojos: sonríes y acaricias al conejo que yace al lado de la mano que, por fin, toca la tuya con unos dedos sin temperatura que se detienen largo tiempo sobre tu palma húmeda, la voltean y acercan tus dedos abiertos a la almohada de encajes que tocas para alejar tu mano de la otra.


martes, 24 de abril de 2012

Advertencia al lector - Nicanor Parra

El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos:
Aunque le pese.
El lector tendrá que darse siempre por satisfecho.
Sabelius, que además de teólogo fue un humorista consumado,
Después de haber reducido a polvo el dogma de la Santísima Trinidad
¿Respondió acaso de su herejía?
Y si llegó a responder, ¡cómo lo hizo!
¡En qué forma descabellada!
¡Basándose en qué cúmulo de contradicciones!

Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse:
La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte,
Menos aún la palabra dolor,
La palabra torcuato.
Sillas y mesas sí que figuran a granel,
¡Ataúdes!, ¡útiles de escritorio!
Lo que me llena de orgullo
Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos.

Los mortales que hayan leído el Tractatus de Wittgenstein
Pueden darse con una piedra en el pecho
Porque es una obra difícil de conseguir:
Pero el Círculo de Viena se disolvió hace años,
Sus miembros se dispersaron sin dejar huella
Y yo he decidido declarar la guerra a los cavalieri della luna.

Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna parte:
"¡Las risas de este libro son falsas!", argumentarán mis detractores
"Sus lágrimas, ¡artificiales!"
"En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza"
"Se patalea como un niño de pecho"
"El autor se da a entender a estornudos"
Conforme: os invito a quemar vuestras naves,
Como los fenicios pretendo formarme mi propio alfabeto.
"¿A qué molestar al público entonces?", se preguntarán los amigos lectores:
"Si el propio autor empieza por desprestigiar sus escritos,
¡Qué podrá esperarse de ellos!"
Cuidado, yo no desprestigio nada
O, mejor dicho, yo exalto mi punto de vista,
Me vanaglorio de mis limitaciones
Pongo por las nubes mis creaciones.

Los pájaros de Aristófanes
Enterraban en sus propias cabezas
Los cadáveres de sus padres.
(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante)
A mi modo de ver
Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia
¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!
De Poemas y antipoemas (Santiago, Nascimento,1954)