Algunas noches, en los cafés, la competencia venía feroz:
–A mí, allá en la infancia, me meó un león –decía uno, sin alzar la voz, como negando importancia a su tragedia.
–A mí, me gustaba caminar por las paredes. En casa, no me dejaban -confesaba otro, como si su prohibida proeza fuera cosa de nada.
Y otro:
–Yo, de muchacho, escribía poemas de amor. Los perdí en un tren. ¿Y quién los encontró? Neruda.
Y cabeceando sonreía, como si fuera incapaz de rencor contra quien le había robado sus llaves del Olimpo. Pero don Arnaldo, de profesión odontólogo, no se dejaba intimidar. Acodado en el mostrador, soltaba un nombre:
–Libertad Lamarque.
Esperaba el impacto, y después:
–¿Les suena?
Y entonces evocaba su encuentro con la Novia de América.
Don Arnaldo no mentía. Una madrugada, allá por los años treinta, la actriz y cantante argentina Libertad Lamarque venía sufriendo duro castigo en un hotel de Santiago de Chile. El marido le estaba gritando puta, no por lo que era sino por lo que podía llegar a ser, mientras le volaba bofetadas, como tenía costumbre, porque más vale prevenir que curar. En plena biaba, Libertad gritó:
–¡Basta! ¡Vos lo quisiste! –y se arrojó en picada desde la ventana del cuarto piso. Rebotó en un toldo, y aplastó al odontólogo, que venía de visitar a la mamá y justo en ese momento pasaba por la vereda. Libertad quedó intacta, y también intacto quedó su pijama de seda roja bordado de dragones chinos, pero el infortunado don Arnaldo fue conducido, en ambulancia, al hospital.
Cuando se le recompuso el hueserío, y le quitaron sus vendajes de momia, don Arnaldo empezó a contar la historia que después siguió contando, hasta el fin de sus días, en los cafés y en todo lugar donde hubiera alguna oreja: desde el cielo, desde la alta nube donde moran las diosas del cine y del tango, aquella estrella fugaz se había dejado caer sobre la tierra, y entre millones de hombres lo había elegido a él, sí, a él, y entre sus brazos se había desplomado, por no morirse sola.
–A mí, allá en la infancia, me meó un león –decía uno, sin alzar la voz, como negando importancia a su tragedia.
–A mí, me gustaba caminar por las paredes. En casa, no me dejaban -confesaba otro, como si su prohibida proeza fuera cosa de nada.
Y otro:
–Yo, de muchacho, escribía poemas de amor. Los perdí en un tren. ¿Y quién los encontró? Neruda.
Y cabeceando sonreía, como si fuera incapaz de rencor contra quien le había robado sus llaves del Olimpo. Pero don Arnaldo, de profesión odontólogo, no se dejaba intimidar. Acodado en el mostrador, soltaba un nombre:
–Libertad Lamarque.
Esperaba el impacto, y después:
–¿Les suena?
Y entonces evocaba su encuentro con la Novia de América.
Don Arnaldo no mentía. Una madrugada, allá por los años treinta, la actriz y cantante argentina Libertad Lamarque venía sufriendo duro castigo en un hotel de Santiago de Chile. El marido le estaba gritando puta, no por lo que era sino por lo que podía llegar a ser, mientras le volaba bofetadas, como tenía costumbre, porque más vale prevenir que curar. En plena biaba, Libertad gritó:
–¡Basta! ¡Vos lo quisiste! –y se arrojó en picada desde la ventana del cuarto piso. Rebotó en un toldo, y aplastó al odontólogo, que venía de visitar a la mamá y justo en ese momento pasaba por la vereda. Libertad quedó intacta, y también intacto quedó su pijama de seda roja bordado de dragones chinos, pero el infortunado don Arnaldo fue conducido, en ambulancia, al hospital.
Cuando se le recompuso el hueserío, y le quitaron sus vendajes de momia, don Arnaldo empezó a contar la historia que después siguió contando, hasta el fin de sus días, en los cafés y en todo lugar donde hubiera alguna oreja: desde el cielo, desde la alta nube donde moran las diosas del cine y del tango, aquella estrella fugaz se había dejado caer sobre la tierra, y entre millones de hombres lo había elegido a él, sí, a él, y entre sus brazos se había desplomado, por no morirse sola.
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